domingo, 28 de febrero de 2010

¿TENÉIS MIEDO?


Dominique Jean Larrey (1766-1842), a quien vemos en la imágen trasteando en la cabeza de un paciente, fue un cirujano militar al servicio de Napoléon Bonaparte. Médico conocidísimo en su época, gozó del respeto y la admiración no sólo del emperador francés, si no también de su archienemigo el duque de Wellington.

Entre las muchas aportaciones que hizo Larrey al campo de la medicina se encuentra la creación del primer servicio de ambulancias de la Historia. También era famoso por ser capaz de amputar cualquier miembro del cuerpo en un minuto exacto, algo muy de agradecer en una época en la que la anestesia más sofisticada que existía era morder muy fuerte un palo de madera.

La primera vez que trató al emperador Napoleón fue para someterlo a una sangría. La sangría era un método cruento de medicina que consistía en hacer cortes en la vena del paciente para que expulsase la "mala sangre" que provocaba sus dolencias; los médicos recetaban sangrías como el que hoy en día te receta un Frenadol. En pleno proceso, Napoleón quiso poner a prueba la sangre fría de Larrey.

- ¿No tiemblas de miedo al saber que la salud del emperador está en tus manos, Larrey?

- No, sire -respondió el médico, sin inmutarse-; el que debería temblar es vuestra alteza.

Con un par.

NIHIL OBSTAT



Pío IX (1792-1898) y la Reina Isabel II de España (1830-1904) tenían mucho en común: los dos fueron preeminentes figuras políticas de su época, los dos eran gordos y bajitos y los dos solían vestir con faldas. Además, la reina española era muy beata y santurrona, a pesar de que tenía fama de promiscua (fama que, dicho sea de paso, se había ganado a pulso).

A pesar de su disipado comportamiento sexual, el Pontífice quiso condecorar a Isabel con la más alta distinción concedida por el Vaticano: la Orden de la Rosa de Oro. Cuando Pío IX sopesó la idea con su Cardenal Secretario de Estado, éste se escandalizó y no pudo evitar exclamar:

- Pero, Santidad... ¡Si es una puttana! (que significa exactamente eso que el lector está pensando).

El Papa asintió gravamente y luego, levantando un dedo en actitud preconciliar, respondió:
- Puttana..., ma pia.

Esto es: furcia pero beata. Ante tan contundente razonamiento, el cardenal no encontró nada que objetar y finalmente la Reina fue condecorada. Y punto en boca.

sábado, 27 de febrero de 2010

PROHIBIDO FUMAR (Y DIOS SALVE A LA REINA)


La reina Victoria de Inglaterra (1819-1901) fue toda una precursora en eso de la Ley Antitabaco, algo así como una Trinidad Jiménez decimonónica. A pesar de que en aquel entonces todos los hombres fumaban porque era un signo de virilidad (en las mujeres estaba terriblemente mal visto: una mujer fumadora era como una especie de prostitua a la que encima le olía el aliento a cenicero), a la Reina Emperatriz le irritaba tremendamente el humo de los cigarros.


A causa de ello, se prohibió tajantemente fumar dentro del Palacio de Buckingham. Los invitados de la Reina en los que el vicio estaba muy arraigado las pasaban canutas durante sus estancia en palacio sin poder echarse un cigarrete de vez en cuando. En una ocasión una de las doncellas de palacio descubrió al embajador francés con la cabeza metida en una estufa, dándole al vicio a escondidas.

Cierto diplomático estadounidense despachaba con su majestad cuando se le ocurrió sacar de su bolsillo un puro del tamaño de la pata de una mesa. Ignorando las fobias de la reina, el embajador se metió el puro en la boca y se dispuso a encenderlo. Se hizo un silencio tenso y el diplomático, mascándose la metedura de pata, preguntó:


- Disculpame, Majestad, ¿os molesta el humo?


- No lo sé. Hasta ahora nadie se ha atrevido a fumar en nuestra presencia.


Seguramente las relaciones diplomáticas entre ambas naciones nunca han estado más cerca de acabar en desastre...

¡QUÉ TONTERÍA DE PREGUNTA!


Albert Einstein, científico permanentemente enfadado con el peine, se encontraba en Estados Unidos realizando una gira de conferencias.

Sus anfitriones habían puesto a su disposición un chófer que lo llevaba a todas partes. El chófer era hombre más bien tirando a rústico, pero con una memoria prodigiosa: a fuerza de tener que escuchar una y otra vez la misma conferencia de labios del eminente físico fue capaz de aprendersela palabra por palabra.

En una ocasión el conductor se encaró con Einstein y le dijo:

- ¿Sabe? Eso que hace usted todos los días de subirse al estrado y soltar su rollo no parece tan complicado. Cualquiera podría hacerlo.

A Einstein le divirtió aquel farol por parte del chófer y le retó a intercambiar sus papeles: él conduciría y el chofer daría la conferencia en su lugar la próxima vez. Por aquel entonces Einstein aún no era tan conocido en los Estados Unidos como para que el engaño no pudiese funcionar. El bueno de Albert escucharía la conferencia sentado al final de la sala. El chófer no se arrugó y aceptó el reto.

Llegó el día de la conferencia y el intrépido conductor repitió lo que había escuchado tantas veces, sin dejarse ni una coma, dejando al público anonadado. Sin embargo, uno de los asistentes, con ganas de tocar las narices, interrumpió al orador haciendo una complícadísima pregunta sobre un supuesto físico. El chófer, que no había entendido una palabra, se limitó a asentir con cara de tipo inteligente y respondió:

- Caballero, esa es la pregunta más estúpida que me han hecho en toda mi carrera. Es más, es tan idiota que incluso mi chófer, que está sentado al final de la sala, se la podrá responder ahora mismo sin ningún problema.

Así es como se sale de un trance complicado.

viernes, 26 de febrero de 2010

UN MAYORDOMO FIEL


El conde de Saint Germaine (h. 1696 - 1784) fue uno de los personajes más enigmáticos que rondaron las ya de por sí extravagantes cortes del barroco. Sus orígenes eran inciertos, y lo mismo aseguraba haber nacido en Egipto como ser hijo del último rey de Transilvania. También hacía gala de toda clase de conocimentos esotéricos y herméticos, que decía haber aprendido en el lejano oriente. El conde, además, era prolijo en sus apariciones: no falto quien aseguraba haberlo conocido en la corte imperial Rusa, en Amsterdam, Londres, París o incluso en los Estados Unidos; utilizando diferentes nombres. En Silesia se celebraron funerales por él en 1784, y tres años después se presentó, vivo y coleando, ante la reina María Antonieta de Francia.
Presumía de ser un gran alquimista, y de saber de momoria las recetas de toda clase de filtros: para encontrar el amor, llevar la desgracia a un enemigo, conocer el futuro... y, por supuesto, la piedra filosofal y la fuente de la eterna juventud.
Sus excentricidades hacían las delicias de la decandente nobleza europea. En cierta ocasión relataba a sus invitados una historia referida a Ricardo Corazón de León. Eran tan minuciosas sus explicaciones y tan vívidas las anécdotas que contaba que parecía que el conde había alternado en persona con el monarca inglés, muerto en el siglo XII. A mitad de su narración al conde le falló la memoria y llamó a su mayordomo para que le ayudase a recordar un detalle de su anécdota. El mayordomo, muy circunspecto, respondió:
- Disculpadme, señor, pero no conozco esa historia: yo solo llevo a vuestro servicio desde hace trescientos años.
Todo un récord de permanencia en un puesto laboral.

LAS MUJERES Y LOS TÉCNICOS DE SONIDO PRIMERO





"Tiburón" (1975) fue el primer éxito de taquilla de su director, Steven Spielberg. La película sobre el escualo gigante que aterroriza una playa turística catapultó a la fama al cineasta e inicio la era de los "Blockbuster" o "taquillazos", que cambió la industria del cine para bien o para mal.


Su rodaje, no obstante, fue un suplicio contínuo para el todavía novato director. Siguiendo fielmente el axioma de Murphy, todo lo que pudo salir mal en el rodaje no sólo salió mal: salió peor. Su productor, Richard D. Zanuck (pariente del mítico Darryl F. Zanuck), llegó a plantear durante una reunión: "¿Podéis decirme por qué diablos no debo cancelar esta película y mandar el rodaje a la mierda?".


Uno de los momentos más tensos del proyecto transcurrió durante el rodaje de una escena en alta mar. Para ello se colocó a los técnicos y actores sobre la cubierta del barco en el que los protagonistas intentan dar caza al tiburón, el "Orca"; se tardaron varias horas en tenerlo todo listo, y hubo que evitar mareas, golpes de mar y familias de turistas que pasaban con sus barcos saludando a la cámara. La enésima vez que el director gritó "¡acción!" se abrió una vía de agua en el casco del barco y el "Orca" empezó a hundirse lentamente con todos sus ocupantes, para mayor horror y desesperación de Spielberg y su equipo.


Los cineastas saltaban al agua y se agarraban a cualquier objeto flotante para no hundirse con el barco. En medio de aquel caos, mientras llegaban los guardacostas al rescate, se escuchó el vozarrón de John Carter, supervisor de sonido, chillando a través de su megafono:


- ¡Que se jodan los actores! ¡Salvad al departamento de sonido!


Para tranquilizar al lector diremos que no hubo víctimas, pero fue una clara muestra de que hasta en el cine hay clases.